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En Mayo de 1905, la revista Gente Joven. Semanario Literario Ilustrado publica el cuento Mujer de la escritora salmantina Ángela Barco. Ciento ocho años después, nos asomamos al relato de esta escritora desde un mundo bien diferente al que ella vivió.

La magia de la literatura, del arte en general, es que una obra sigue viva separada de su autor y después de muerto el contexto en el que surgió. Enterrado ese contexto, la obra sigue creciendo, adquiriendo nuevos significados, creándose con cada nueva lectura.

Encadenar una obra al contexto que vivieron el autor y los primeros lectores es disecarla, matarla.

A la luz del presente, Mujer desprende brillos extraños. Nos unimos a la extrañeza de la protagonista desde nuestros propios sentimientos de incomprensión. El mundo sigue siendo muy raro…

Dicho lo anterior y dando por sentado que el cuento Mujer ya vive por su cuenta, independizado de su contexto, no está de más tampoco hacer una breve alusión a las circunstancias históricas en las que el cuento nació.

En 1905 la mujer que quería cursar estudios universitarios debía solicitar un permiso especial al Ministerio de Instrucción pública. Superados los vericuetos burocráticos, se veía obligada a respetar una serie de imposiciones mientras estuviera en el interior de los edificios universitarios: estar permanentemente acompañada; no sentarse en el mismo espacio que el resto de estudiantes; se le reservaba un lugar junto a la mesa del profesor; no deambular libremente por los pasillos; tener que esperar sus clases en la sala de profesores… Eso, o disfrazarse de hombre para gozar de la misma esfera de derechos fundamentales que sus compañeros.

La tradición, entre la historia y la leyenda, de mujeres que tuvieron que disfrazarse de hombres para estudiar en la Universidad es muy larga en España. Y late entre las líneas del cuento que aquí presentamos. La tiranía de los roles que, aunque diferente, hoy también existe; la necesidad de cumplir unos ideales a saber si propios o inducidos; la sensación de no terminar de encajar en ninguna parte; la confusión; el refugio de los libros…  Todo ello está presente en Mujer de la salmantina Ángela Barco.

Mujer

 

—Adios, mon cheri,… ¡Ah! No te olvides de llevarme los apuntes ¿eh?

Él se inclinó y distraído la besó en una mejilla; fue un beso frío que resonó en el Pasaje encristalado de un modo estridente. Después un vigoroso apretón de manos y se separaron.

Cada uno marchó en distinta dirección y, tal vez, con muy distintos pensamientos. El estudiante, un buen mozo que llevaba con elegante descuido la boina de terciopelo negro adornada con la cintita amarilla, salió del Pasaje lentamente, sin volver la cabeza ni siquiera una vez.

Pero ella retrocedió, quedándose inmóvil ante el escaparate donde habían estado juntos y lo siguió con la mirada, una mirada intensa, hasta que le vio salir.

—¡Es extraño! —murmuró en alta voz, sin preocuparse de que pudieran oírla.

Se estremeció visiblemente, como si despertara, y echó a andar muy deprisa.

Jamás habíase fijado en si causaba alguna curiosidad su paso por la calle, pero aquel día, sin saber por qué, sin poderse dar ella misma una explicación, notó que hombres y mujeres, acostumbrados todos ellos a ver en la población cosmopolita todo lo más raro y todo lo más opuesto, volvían la cabeza para mirarla: los unos con tierna simpatía; los otros, los más, con cierta hostilidad que se traslucía en una mueca.

Con la cabeza baja caminaba precipitadamente, como si huyera, más que de las gentes y de la curiosidad de las gentes, de ella misma.

Inconscientemente, como si alguien o algo invisible la manejase a su antojo, se paró delante del gran espejo que cerraba el comercio elegantísimo como un estuche. Levantó la cabeza y asustada, vio su imagen como un borrón, en la luna clarísima.

Dos lágrimas involuntarias nublaron sus ojos excesivamente abiertos, y, sin un movimiento quedó absorta en contemplación dolorosa de sí misma.

La verdad es que resultaba un ser extraño sin poderse comprender a primera vista a cual de los dos sexos podría pertenecer.

Vio su cuerpo endeble y desmedrado, en el que ni una redondez insinuaba el sexo a que realmente pertenecía, envuelto sin coquetería ninguna en el amplísimo gabán negro de forma bastante anticuada y con más de un poco de forma masculina. Una pechera de hombre con cuello alto hacía resaltar de una manera vigorosa su brillante blancura por el lacito negro que servía de corbata. Luego aquel sombrero flexible, de hombre también, que cubría su cabeza rapada donde brotaba, sin que ella se cuidase de él, un pelo negrísimo y ensortijado, fino y lustroso, como si fuera lo único femenino y con coquetería instintiva en su personilla desmedrada, la acabó de desilusionar de algo que, corno chispazo divino, germinaba en su alma.

Nerviosa, oprimió contra sí la cartera de piel negra, repleta de libros y cuadernos, como si aquello fuera lo que podría únicamente consolarla de amarguras sin fin.

Nunca se le había ocurrido detenerse ante ningún espejo, siempre preocupada por textos y lecciones dificilísimas que la abstraían de todo lo que no fuera su carrera de medicina.

Volvió á mirarse y su cara inteligentísima viva se cubrió de una infinita tristeza, desconsoladora…

Un suspiro hondo, desgarrador, hizo estremecer sus entrañas y, violentamente, se echó para atrás con la cara contraída por una expresión cruel y con los ojos muy abiertos en los que se leía un reproche á alguien que, tal vez, no existía ya…

¿Por qué, por qué la habían destruido haciendo de ella un ser estéril, ambiguo, deformando su cuerpo donde ella sentía ahora en el fondo, muy en el fondo, algo que gritaba hasta enloquecerla?…

Una oleada de perfumes y un frú-frú ligerísimo que le llegó al alma, la hizo volver la cabeza para deslumbrarse con la exquisita elegancia de la gentilísima mujer que pasó vertiginosa y alegre.

—¡Es extraño!—repitió huraña y tristísima, huyendo precipitadamente por la calle espléndida de sol y de risas…